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viernes, 3 de mayo de 2013

Tenía la libertad en la espalda y una N en el hombro

Con la yema de su dedo índice recorrió toda su silueta. Empezando por el cuello, que siempre es más accesible, y continuó bajando por su costado derecho, rozando sus pechos, saboreando el tacto con su piel, blanca, tersa, suave. Cuando llegó a la cintura desvió su rumbo y acarició lentamente su estómago, como si del bien más preciado se tratara. Él notó, entonces, que una lágrima le resbalaba por la mejilla y sin apartar su mano derecha de ella, como si una vez que se alejara lo tuviera que hacer para siempre, acercó su mano izquierda a la lágrima y la arrancó de su cara con rabia y disimulo. Una vez resuelto el contratiempo, el viaje continuó y sus yemas siguieron disfrutando el roce, el tacto, la caricia.

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Ella de pie, tendida frente a él, mientras el señor se tomaba su tiempo, nerviosa por acabar y no perder al siguiente. Miraba de reojo a la chaqueta, donde estaba la cartera, tendida en la silla del motel de tres al cuarto, contando uno tras otro los minutos y multiplicándolos por la cifra exacta para sumarla a la propina.

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